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En el principio fue el código. De ese [ s i’x i l ] original, monumento al orden, quedan sólo algunos vestigios, unas ruinas: ISIS & OSIRIS pasa a evidenciar que después de todo el lenguaje es sistema, y como todo sistema tiende también a la entropía, la diseminación y el caos. Los barrotes de la retícula no bastan para contener los significados originales de las palabras, y a través de la matriz estos se fugan, se filtran y emergen transmutados. Los significantes mismos no quedan ilesos tras esa resignificación: también las frases, las palabras, las letras se desintegran. Es la descomposición natural del lenguaje, que desplaza el gesto rectilíneo del dibujo y da paso al gesto cromático de la pintura.

Isis & Osiris es entonces un campo de batalla geminiano en el que cada dios gasta su entero arsenal:

Contra el orden, la entropía y el pathos. Al logos del principio, el dios del aquelarre enfrenta la sinrazón y la ebriedad. Al plano cartesiano de

Apolo, Dionisio opone la incertidumbre de la hoja en blanco y la resuelta indiferencia con que sus gestos transgreden los límites de los ejes X y Y.

Contra la Cultura, la Naturaleza, y la frontera epistemológica entre ambas se difumina.

A las letras del romano y los números del árabe, la psicodelia. Al ánfora, la mirada petrificante de Medusa, que también es el amor.

Es una inversión del test de Turing: ya no se trata de que la máquina sea capaz de engañar al ser humano, sino de determinar si el ser humano puede aún demostrarse a sí mismo su capacidad de emular a la máquina. La respuesta parece ser negativa: como en los artificios de Richard Rogers, IS IS & OS IR IS deja ver un esqueleto racional y útil, pero su estructura entera está subordinada a un imperativo distinto.

Resulta inevitable pensar en Ofelia, en la dicotomía constante entre la razón y la emoción, pero también en la bellísima representación que de ella hizo John Everett Millais. La mujer exhausta de transitar entre el caos y la poesía que finalmente sucumbe y, devastada por el desarreglo de los sentidos y por el desbordamiento de la emoción –¿o de su naturaleza humana?–, paga un alto precio: la muerte. Sin embargo, la muerte no es triste ni angustiosa, la muerte se abraza con serenidad y calma. Parece que se han expiado todos los pecados, todos los excesos. La emoción no es ya el anuncio de la fatalidad, de que todo sentido se ha perdido; es más bien la redención. Lo mismo sucede con Isis y Osiris.

No se desestima por completo el logos; se percibe la resistencia de este a desaparecer del todo. Hay una pugna, una suerte de concurso macabro en el que a veces una voz prima sobre la otra. No hay acuerdos, no hay treguas. Siempre queda la sensación de que, para que una cosa nazca, otra por fuerza debe morir. Pero no. Importa más dar fe de la contienda.

¿Y acaso qué cosa es la poesía, si no un testimonio fidedigno de esta lucha sin vencedores? ¿No pagamos un alto precio por transitar entre dos mundos? ¿Qué obsesión nos obliga a enmarcar todo dentro de una categoría o la otra? Y sobre todas las cosas, ¿qué importa si, de vez en cuando, cedemos por completo a la entropía? No hay respuestas, no hay conclusiones.

Tal vez un haikú, tal vez EYE SEES & US EAR IS.












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